domingo, 11 de octubre de 2009

Cien años de Soledad, Úrsula Iguarán y José Arcadio Buendía

Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y estampido de los cañones, que perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron convertida en una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en cojines, y algo extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en público. Renunció a toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo despedía un olor a chamusquina. El alba la sorprendía en el patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus feroces perros de asalto se mentían por la ventana del dormitorio y la sometían a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, comerciante aragonés con quien tenía dos hijos, se gastó media tienda en medicinas y entretenimientos buscando la manera de aliviar sus terrores. Por último liquidó el negocio y llevó a la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería de indios pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los piratas de sus pesadillas.
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo cultivador de tabaco, don José Arcadio Buendía, con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en pocos años hicieron una fortuna. Varios siglos más tarde, el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de trescientos años de cualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake asaltó Riohacha. Era un simple recurso de desahogo, porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios parientes trataron de impedirlo. Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente entrecruzadas pasaran la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos, y que murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro estado de virginidad, porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer, y que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela con una hachuela de destazar.

domingo, 9 de agosto de 2009

Sueña el viejo Antonio que la tierra que trabaja le pertenece, sueña que su sudor es pagado con justicia y verdad, que hay escuela para curar la ignorancia y medicina para espantar la muerte, sueña que su casa se ilumina y su mesa se llena, sueña que su tierra es libre y que es razón de su gente gobernar y gobernarse, sueña que está en paz consigo mismo y con el mundo. Sueña que debe luchar para tener ese sueño, sueña que debe haber muerte para que haya vida. Sueña Antonio y despierta... Ahora sabe qué hacer y ve a su mujer en cuclillas atizar el fogón, oye a su hijo llorar, mira el sol saludando al oriente, y afila su machete mientras sonríe. Un viento se levanta y todo lo revuelve, él se levanta y camina a encontrarse con otros. Algo le ha dicho que su deseo es deseo de muchos y va a buscarlos. Sueña el virrey que su tierra se agita por un viento terrible que todo lo levanta, sueña con que lo que robó le es quitado, sueña que su casa es destruida y que el reino que gobernó se derrumba. Sueña y no duerme. El virrey va donde los señores feudales y éstos le dicen que sueñan lo mismo. El virrey no descansa, va con sus médicos y entre todos deciden que es una brujería india y entre todos deciden que sólo con sangre se liberará de ese hechizo y el virrey manda a matar y encarcelar y construye más cárceles y cuarteles y el sueño sigue desvelándolo.
En este país todos sueñan. Ya llega la hora de despertar...

domingo, 2 de agosto de 2009

Murga Cachengue y Sudor.


Indulto, Obediencia debida y con el Punto final,
todos esos asesinos quedaron el libertad.
Murguita que no se olvida de todo lo que pasó,
pa’ todos los genocidas no hay olvido ni perdón.


Señor, aquí está Cachengue,señor,
aquí está Cachengue y Sudor.
Señor, la murga critica entonando esta canción.

Allí comenzó la historia y el modelo se instaló,
globalizaron el mundo, hambre y desocupación.
Pedimos pa’ nuestro pueblo pan, salud y educación,
si no ponen lo que tienen van a tener molotov


Señor, aquí está Cachengue,
señor, aquí está Cachengue y Sudor.
Señor, la murga critica entonando esta canción


Y para ir terminando
nos queremos acordar
que en un museo no entra
semejante atrocidad

Que la memoria es futuro
que sirve pa` caminar,
si los que buscan lo esconden
nunca lo van a encontrar


Señor, pregunto por López, señor
¿Dónde está Luciano? Señor!
pa´ todos los fachos
Proponemos paredón


A todo lo antes dicho
le agregamos pa´ crecer
un poquitito de murga
y empecemos a mover

No te quedes ahí parado
si prestaste atención
Cachengue te esta invitando
a que bailes con pasión


Señor, pregunto por López, señor
¿Dónde está Luciano? Señor!
pa´ todos los fachos
Proponemos paredón.

lunes, 13 de julio de 2009

El Mundo de Sofía

Se puede sacar un conejo blanco de un sombrero de copa. Dado que se trata de un conejo muy grande, este truco dura muchos miles de millones de años. En el extremo de los finos pelillos de su piel nacen todas las criaturas humanas. De esta manera son capaces de asombrarse por el imposible arte de la magia. Pero conforme se van haciendo mayores, se adentran cada vez más en la piel del conejo, y allí se quedan. Están tan a gusto y tan cómodos que no se atreven a volver a los finos pelillos de la piel. Sólo los filósofos emprenden ese peligroso viaje hacia los límites extremos del idioma y de la existencia. Algunos de ellos se quedan en el camino, pero otros se agarran fuertemente a los pelillos de la piel del conejo y gritan a todos los seres sentados cómodamente muy dentro de la suave piel del conejo, comiendo y bebiendo estupendamente.

-¿Mamá, no te parece extraño vivir? -empezó.
La madre se quedó tan aturdida que no supo qué contestar. Sofía solía estar haciendo los deberes cuando ella volvía del trabajo.
-Bueno -dijo-. A veces sí.
-¿A veces? Lo que quiero decir es si no te parece extraño que exista un mundo.
-Pero, Sofía, no debes hablar así.
-¿Por qué no? ¿Entonces, acaso te parece el mundo algo completamente normal?
-Pues claro que lo es. Por regla general, al menos.
Sofía entendió que el filósofo tenía razón. Para los adultos, el mundo era algo asentado. Se habían metido de una vez por todas en el sueño cotidiano de la Bella Durmiente.
-¡Bah! Simplemente estás tan habituada al mundo que te ha dejado de asombrar -dijo.
-¿Qué dices?
-Digo que estás demasiado habituada al mundo. Completamente atrofiada, vamos.
-Sofía, no te permito que me hables así.
-Entonces, lo diré de otra manera. Te has acomodado bien dentro de la piel de ese conejo que acaba de ser sacado del negro sombrero de copa del universo. Y ahora pondrás las patatas a cocer, y luego leerás el periódico, y después de media hora de siesta verás el telediario.
El rostro de la madre adquirió un aire de preocupación. Como estaba previsto, se fue a la cocina a poner las patatas a hervir. Al cabo de un rato, volvió a la sala de estar y ahora fue ella la que empujó a Sofía hacia un sillón.
-Tengo que hablar contigo sobre un asunto -empezó a decir.
Por el tono de su voz, Sofía entendió que se trataba de algo serio.
-¿No te habrás metido en algo de drogas, hija mía?
Sofía se hechó a reír, pero entendió por qué esta pregunta había surgido exactamente en esa situación.
-¿Estás loca? -dijo-. Las drogas te atrofian aún más.
Y no se dijo nada más aquella tarde, ni sobre drogas, ni sobre el conejo blanco.

sábado, 2 de mayo de 2009

Entrevista a Eduardo Galeano, HECHO EN BS AS.

La puerta del ascensor se abre en la planta baja de un refinado hotel de pretenciosa arquitectura. De él baja el único pasajero: jeans y camisa turquesa. Por debajo, una camiseta negra. Camina lento y sin apuro. Nos saludamos e intercambiamos las primeras palabras: que el tiempo está loco, que es extraño el frío para la época y otras vaguedades climáticas. Buscamos un lugar para tomar un café, una de las actividades que además de escribir, le apasionan.

¿Qué se aprende en los cafés que no se aprende en otros lugares?

Una lección de la vida es saber valorar el tiempo y la posibilidad de perder el tiempo; tener siempre tiempo para perder el tiempo. Yo no tuve educación formal. Todo lo que sé, se lo debo a los cafés viejos de Montevideo, los que me formaron. Eso de perder el tiempo es otra de las cosas que se perdió…
Sí, se perdió porque ahora el tiempo tiene un valor de rentabilidad, que tiene un precio que es superior al valor y entonces el tiempo se vende, como todo. En mi caso en particular, aprendí el arte de narrar en los cafés, escuchando narradores, gente que no sé quiénes eran pero me colaba en sus mesas. En aquel tiempo se podía andar por Montevideo sin documentos, sin nada. No había violencia, entonces, yo en los cafés me sentaba y escuchaba: así aprendí el arte de narrar.

¿Dónde se aprende hoy el arte de narrar?

Todavía tengo un café, me lo habían cerrado pero ahora lo reabrieron, el Brasilero. Es un café de 1887… Y la verdad que el café, hablando de rentabilidad, no es rentable. Que un tipo esté tres horas en una mesa con un cortado es inimaginable en el mundo de hoy. De todos modos el arte de narrar se aprende escuchando, siempre: eso no ha cambiado. Para no ser mudo hay que empezar por no ser sordo. Si vos no sabés escuchar no vas a saber hablar o en todo caso lo que digas no va a tener interés para los demás porque los laberintos de tu propio ombligo pueden ser apasionantes para vos pero para el resto de la humanidad no tienen por qué ser interesantes. Para poder hablar hay que saber escuchar, y hay que recibir esas voces y aprender que las voces que valen la pena escuchar suenan, a veces, en los lugares menos presentables. No en los foros universitarios, en los centros donde se reúnen expertos para explicar cómo es el mundo sino en lugares sencillos, simples. Por ejemplo las paredes…

¿Qué ves en los graffitis de esas paredes?

Yo soy un gran lector de paredes, que es la imprenta de los pobre, el periódico abierto a todos. Y ahí, en el Río Pinturas, en Argentina, están los primeros graffitis: son esas manos, que es un modo de decir ‘yo estuve ahí, yo soy algo más que una mota de polvo en el universo, yo soy algo más que un instantito de tiempo’. Y un poco lo que mueve a la gente a escribir algo en la pared es eso, aparte de opinar. A veces opinan estúpidamente: “Las vírgenes tienen muchas navidades pero ninguna Nochebuena” o “nos mean y la prensa dice que llueve”.

Ese último es de Buenos Aires…

Y el otro es de Montevideo. Pero hay millares de maravillas que uno va rescatando… y después lo que uno escucha, la maravilla del relato oral. Es verdad que el lenguaje popular se ha degradado mucho por obra de la televisión y de los medios masivos que imponen cierto lenguaje. Tengo una amiga de las Islas Canarias que se interesa mucho por temas de lenguaje rural en las aldeas perdidas de las islas. Entonces andaba recorriendo por ahí con un aparatito de estos (señala al grabador) para recoger las voces de los viejos y muchos le decían, ‘no, mejor hable con él que habla mucho más bonito’. Y él era el nieto, el bisnieto. Y ellos hablaban como la tele, por eso hablaban más bonito…

¿En qué cosas América Latina sigue teniendo las venas abiertas?

¿Qué te voy a contestar… lo mismo que siempre contesto? Que me encontré con el Conde Drácula en una calle de Buenos Aires, que andaba buscando psicoanalista por el complejo de inferioridad que le producían las grandes corporaciones internacionales. Eso contesto siempre para evadirme. Lo cierto que sí es una región del mundo que trabaja al servicio de otra. Sí es cierto, eso sigue siendo verdad, y que no hay ninguna riqueza inocente: toda la riqueza se nutre de alguna pobreza. Con esta crisis mundial el mundo entero está aceptando con bastante pasividad, y hasta con aplausos, estos regalitos que van recibiendo los banqueros, los pobres banqueros que son los culpables de esta catástrofe financiera. Los banqueros son los que reciben la recompensa y los premian con 3 millones de millones. A la larga eso lo paga el llamado “Tercer Mundo”, las naciones sometidas, que venden lo que venden cada vez más barato, pagan deudas externas que son como sogas en el pescuezo con una vuelta de rosca y otra y otra. Por fin se le ocurrió a alguien –Correa, en Ecuador- ver si era legítima o no. Le vamos a pagar la deuda legítima, pero primero vamos a ver qué es esa deuda. Argentina no sabe la deuda que paga; Uruguay tampoco. Se supone que son deudas que vienen de alguna parte pero nunca a nadie se le ocurrió escarbar una por una para decir ‘esta deuda no la vamos a pagar’.
Chile no tendría que pagar los préstamos que le dieron a Pinochet para que asesinara gente, al igual que otros asesinos de países que contaron con auxilio. La mayor deuda se incrementa en la época de las dictaduras. Cómo ves el papel de los medios, por ejemplo, con un tema como el de la inseguridad.
Yo a veces escucho TN y me da la impresión de que Buenos Aires debe ser como Irán o Bagdad. Y llego a Buenos Aires y no tiene nada que ver con lo que cuentan. Además se ha dado un fenómeno, este también internacional: es impresionante cómo en la época de la globalización se repite todo. Qué poca originalidad. Los países tienen menos capacidad de decir lo suyo, de caminar su camino. Entonces se dan esas copias universales: los informativos de la televisión. Empiezan, en casi todos los países, con temas de seguridad pública, crímenes, violaciones, asesinatos. Eso es la mitad o más del informativo, con lo cual la población queda temblando y diciendo ‘estamos en manos de los delincuentes’.

Tocan las fibras del miedo…

Un miedo que es el peor de los consejeros, porque el miedo aconseja mano dura. ‘Acá lo que se necesita es mano dura’ y la democracia tiene mano blanda, entonces de ahí a la nostalgia de la dictadura militar hay un camino muy cortito. Es un tema bárbaro porque hasta ahora la izquierda no ha podido resolver el tema de la inseguridad. Quizá porque la inseguridad no existe, la inseguridad es el resultado de otras cosas, de la injusticia social, de la cultura del consumo.
Antonio Machado, el gran poeta español, decía una frase liadísima: ‘ahora cualquier necio confunde valor y precio’. Y ese es un retrato del mundo de nuestro tiempo. La cultura del consumo, que es lo que se le inyecta a la gente todos los días, sobre todo, por los medios, pero también por el sistema educativo que sostiene la idea de que el que no consume, no existe. Y esa cultura se funda en esa confusión del valor y el precio. Entonces vos valés si tenés ropa más cara. Y eso es una incitación al delito porque si vos le metés eso en la cabeza a los chicos de la villa o la gente más desamparada –la idea de que ser es tener y que si no tenés no sos- es una invitación al delito.

Y también lleva a que veamos al otro, como vos mismo decís “como una amenaza y no como una promesa…”

Exactamente. Y hay una dictadura del miedo a escala universal. Ahí también todo se copia. Hay una vieja leyenda china de un leñador que pierde el hacha. Entonces el leñador lo mira al vecino, y ve que tiene cara de ladrón: ‘¿usted no vio un hacha?’, pregunta. ‘No, no’, contesta el vecino. ‘Me contestó como un ladrón’, piensa el leñador. Le coincidía todo. A las dos o tres horas encuentra el hacha que se le había caído en unos árboles, vuelve a mirar al vecino y piensa: ‘La verdad que no tiene para nada cara de ladrón’. Pero mientras el hacha estaba desaparecida el vecino era culpable. El tema de la justicia por mano propia proviene de ese equívoco.

¿Qué te impulsa a expresar injusticias?

Yo nunca sentí que fuera el denunciador de nada. Yo simplemente soy un enamorado de la realidad y trato de contarla, en lo que tiene de horrendo y en lo que tiene de maravilloso. Porque si contara sólo lo horrendo, la gente se moriría de aburrimiento, que es lo que pasa con la mayor parte de la literatura bienintencionada, que en lugar de generar indignación genera sueño. No sueños, sino sueño, o sea una irresistible necesidad de dormir y en efecto estas letanías de dolor incesante no conducen a ninguna parte porque aburren a todos y, además, justamente, los dolientes lo que menos quieren es volver a escuchar el dolor que padecen. Hay que saber cómo acercarse a estos temas –a veces muy espinosos- logrando que sean atractivos y que estén siempre acompañados por una contraparte: una pequeña frase, una pequeña cosita que indique que en medio de ese desierto hay un trébol de cuatro hojas, o de cinco, o de seis hojas.

Afuera a parado de llover pero dentro nuestro hay un diluvio. Nos despedimos. Él va en busca del mismo ascensor que lo trajo a la planta baja. Antes de perderse en él, nos dice algo sonriendo que no entendemos. Ya no hay tiempo de preguntarle qué dijo, la próxima vez será.

martes, 24 de marzo de 2009

Cárcel común, perpetua y efectiva.


Por estos hijos nuestros, nuestros hijos
pido castigo.
Para los que de sangre salpicaron la patria
pido castigo.
Para el verdugo que mando esta muerte
pido castigo.
Para el traidor que ascendió con el crimen
pido castigo.
Para el que dio la orden de la agonía
pido castigo.
Para los que defendieron el crimen
pido castigo.
No quiero que me den la mano empapada en sangre
pido castigo.
No los quiero de embajadores, tampoco en sus casas tranquilos
los quiero ver aquí, juzgados, en este lugar.
¡Quiero castigo!
¡Quiero castigo!

lunes, 16 de marzo de 2009

El oficial.

Mirando sin querer,
sin más culpa que estar
ellos cruzando la orilla,
no llegaban los tres a 26
y en el bar viendo a su país morir.

Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?
dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?

Basta, gritó el chacal, el oficial
y sin clemencia les disparó
uno por uno
y los arrastró a la calle de los pies.

Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?
Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?

Abro la mano, el aire está quemando,
la noche muerde el cielo casi sin querer,
las nubes apretadas empujan la ventana,
yo miro los incendios que muestra la tv.

Son evidentes
las marcas en mi frente,
el techo se desploma
y ya no queda nada más.

Una puteada, un facho, un demente,
el ritmo de las balas
sigue marcando el compás.

Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?
Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?

miércoles, 11 de marzo de 2009

El amor en los tiempos del cólera, Fermina Daza y Juvenal Urbino.

Ni en la primera noche de mala mar, ni en las siguientes de navegación apacible, ni nunca en su muy larga vida matrimonial ocurrieron los actos de barbarie que temía Fermina Daza. La primera, a pesar del tamaño del barco y los lujos del camarote, fue una repetición horrible de la goleta de Riohacha, y su marido fue un médico servicial que no durmió un instante para consolarla, que era lo único que un médico demasiado eminente podía hacer contra el mareo. Pero la borrasca amainó al tercer día, después del puerto de la Guayra, y ya para entonces habían estado juntos tanto tiempo y habían hablado tanto que se sentían amigos antiguos. La cuarta noche, cuando ambos reanudaron sus hábitos ordinarios, el doctor Juvenal Urbino se sorprendió de que su joven esposa no rezara antes de dormir. Ella le fue sincera: la dobles de las monjas le había provocado una resistencia contra los ritos, pero su fe estaba intacta, y había aprendido a mantenerla en silencio. Dijo: "Prefiero entenderme directo con Dios". Él comprendió sus razones, y desde entonces cada cual practicó la misma religión a su manera. Habían tenido un noviazgo breve, pero bastante informal para la época, pues el doctor Urbino la visitaba en su casa, sin vigilancia, todos los días al atardecer. Ella no hubiera permitido que él le tocara ni la yema de los dedos antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había intentado. Fue en la primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos, cuando él inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le pareció natural la sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño, pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camison embutió trapos en las rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Mientras lo hacia, dijo de buen humor:
Qué quieres, doctor. Es la primera vez que duermo con un desconocido.
El doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado, tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un susurro empezó a contarle sus recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra vez, porque al volver a la cama se dio cuenta de él se había desnudado por completo mientras ella estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso siguiente demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio , mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló de París, del amor en París, de los enamorados de París que se besaban en la calle, en el ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al aliento de fuego y los acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin que nadie los molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con la yema de los dedos, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: "Yo lo sé hacer sola". Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su cuerpo en las tinieblas.
Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta, pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un nervio vivo. Se alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor abrasante que la estremeció hasta las raíces del cráneo. "Calma -le dijo él, muy calmado-. No se te olvide que las conozco." La sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en las tinieblas.
Lo recuerdo muy bien -dijo-, y todavía no se me pasa la rabia. Entonces él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a coger la mano grande y mullida, y la cubrió de besitos huérfanos, primero el metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico en su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. El le dijo: "Es un escapulario". Ella le acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos para arrancarlo de raíz. "Más fuerte", dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo lastimaba, y después fue su mano la que buscó la de él perdida en las tinieblas. Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue llevando la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo a reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido con las caricias. Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó con una gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.
-Nunca he podido entender cómo es ese aparato -dijo.
Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. Iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: "Yo veo mejor con las manos". En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la sábana bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en conclusión: "Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres". El estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: "Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana". Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de menosprecio.
-Además, creo que le sobran demasiadas cosas -dijo.
El se quedó perplejo. La propuesta original para su tesis de grado había sido esa: la conveniencia de simplificar el organismo humano. Le parecía anticuado, con muchas funciones inútiles o repetidas que fueron imprescindibles para otras edades del género humano, pero no para la nuestra. Sí: podía ser más simple y por lo mismo menos vulnerable. Concluyó: "Es algo que sólo puede hacer Dios, por supuesto, pero de todos modos sería bueno dejarlo establecido en términos teóricos". Ella se rió divertida, de un modo tan natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso en la boca. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero mantuvo la suya en estado de alerta, por si él avanzaba un paso más
-No vamos a seguir con la clase de medicina -dijo.
-No -dijo él-. Esta va a ser de amor.
Entonces le quitó la sábana de encima, y ella no sólo no se opuso, sino que la mandó lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el calor. Su cuerpo era ondulante y elástico, mucho más serio de lo que parecía vestida, y con un olor propio de animal de monte que permitía distinguirla entre todas las mujeres del mundo. Indefensa a plena luz, un golpe de sangre hirviendo se le subió a la cara, y lo único que se le ocurrió para disimularlo fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo a fondo, muy fuerte, hasta que se gastaron en el beso todo el aire de respirar.
Él era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la larga, ninguno de los dos se equivocó.

lunes, 2 de marzo de 2009

Cerca de la locura.


Aguas que van, vientos que no, nadie agarro el timón.
El norte se fue a morir al sur, sin rumbo quedaste aquí… Lejos de estar tranquila, cerca de la locura.

Donde tus barcos hoy duermen solita llegaste hasta acá, un puerto que avisa en silencio la tormenta que nació en tu mar.

Lejos de estar tranquila, lejos de la inocencia, lejos de la paciencia, cerca de la locura

Como llegaste hasta acá, solita puedes regresar.
No quiero verte en el fondo del mar hoy sólo yo te quiero volver a ver por tu camino, el que vas tu camino es el que vas.

Lejos de estar tranquila, lejos de la inocencia lejos de la paciencia, cerca de la locura...

miércoles, 25 de febrero de 2009

El amor en los tiempos del cólera, Fermina Daza y Juvenal Urbino

[...]Desde el regreso del viaje de bodas, Fermina Daza escogía la ropa de su marido de acuerdo con el tiempo y la ocasión, y la ponía en orden sobre una silla desde la noche anterior para que la encontrara lista cuando saliera del baño. No recordaba desde cuándo empezó también a ayudarlo a vestirse, y por último a vestirlo, y era consciente de que al principio lo había hecho por amor, pero desde unos cinco años atrás tenía que hacerlo de todas maneras porque él no podía vestirse por sí solo. Acababan de celebrar las bodas de oro matrimoniales, y no sabían vivir ni un instante el uno sin el otro, o sin pensar uno en el otro, y lo sabían cada vez menos a medida que se recrudecía la vejez. Ni el ni ella podían decir si esa cervidumbre recíproca se fundaba en el amor o en la comodidad, pero nunca se lo habían preguntado con la mano en el corazón, porque ambos preferían desde siempre ignorar la respuesta. Ella había ido descubriendo poco a poco la incertidumbre de los pasos de su marido, sus trastornos de humor, las fisuras de su memoria, su costumbre de sollozar dormido, pero no los identificó como los signos inequívocos del óxido final, sino como una vuelta feliz a la infancia. Por eso no lo trataba como a un anciano difícil sino como a un niño senil, y aquel engaño fue providencial para ambos porque los puso a salvo de la compasión.[...]

martes, 24 de febrero de 2009

viernes, 20 de febrero de 2009


Mirá eso por favor... eso también es literatura. Ese lugar es increible, juré volver.

lunes, 16 de febrero de 2009

Reevolución.-

no se siente el fuego en este lugar
pero el aire ya está espeso
cuando el alma deje de soportar
cuando lleguen hasta el hueso
cuando no haya nadie que los quiera escuchar
y les pierdan el respeto
saben que estamos cerca y no se nos van a escapar
hace rato que están muertos
ya no nos creemos esa idea de que todo está bien
ya lo saben, tienen miedo
porque están a punto de perder el control
a manos de la reevolución
ya pasó, la tormenta ya pasó
para nosotros, para vos no
esas manos están sucias y tu conciencia peor
no vas a salir ileso
ya no le creemos esa idea de que todo está bien
ya lo sabe, tiene miedo
está a punto de perder el control
a manos de la reevolución
cuando no haya nadie que te quiera escuchar
y te pierdan el respeto
sabés que estamos cerca y no te nos vas a escapar
hace mucho que estás muerto
ya no te creemos esa idea de que todo está bien
ya sabés, tenés miedo
porque estás a punto de perder el control
a manos de la reevolución

jueves, 12 de febrero de 2009

Cien años de Soledad, el coronel Aureliano Buendía según Úrsula Iguarán.

Había cambiado por completo la visión que siempre tuvo de sus descendientes. Se dio cuenta de que el coronel Aureliano Buendía no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra, como ella creía antes, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios o a las incontables mujeres de una noche que pasaron por su vida y mucho menos a sus hijos. Vislumbró que no había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creía, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser un ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería un adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel bramido profundo era el primer indicio de la temible cola de cerdo, y rogó a Dios que le dejara morir la criatura en el vientre. Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre no es un anuncio de ventriloquía ni de facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor. Aquella desvalorización de la imagen de su hijo le suscitó de un golpe toda la compasión que le estaba debiendo.

martes, 10 de febrero de 2009

Cien años de Soledad, Rebeca Buendía y Amaranta Buendía

Como el coronel Aureliano Buendía pensaba en guerra, sin poder evitarlo, Amaranta pensaba en Rebeca. Pero mientras su hermano había conseguido esterilizar los recuerdos, ella sólo había conseguido escaldarlos. Lo único que le rogó a Dios durante muchos años fue que no le mandara el castigo de morir antes que Rebeca. Cada vez que pasaba por su casa y advertía los progresos de la destrucción se complacía con la idea de que Dios la estaba oyendo. Una tarde, cuando cosía en el corredor, la asaltó la certidumbre de que ella estaría sentada en ese lugar, en esa misma posición y bajo esa misma luz, cuando le llevaran la noticia de la muerte de Rebeca. Más tarde, cuando Aureliano Triste contó que la había visto convertida en una imagen de aparición, con la piel cuarteada y unas pocas hebras amarillentas en el cráneo, Amaranta no se sorprendió, porque el espectro descrito era igual al que ella imaginaba desde hacía mucho tiempo. Había decidido restaurar el cadáver de Rebeca, disimular con parafina los estragos del rostro y hacerle una peluca con el cabello de los santos. Fabricaría un cadáver hermoso, con la mortaja de lino y un ataúd forrado de peluche con vueltas de púrpura, y lo pondría a disposición de los gusanos en unos funerales espléndidos. Elaboró un plan con tanto odio que la estremeció la idea de que lo habría hecho de igual modo si hubiera sido con amor, pero no se dejó aturdir por la confusión, sino que siguió perfeccionando los detalles tan minuciosamente que llegó a ser, más que una especialista, una virtuosa en ritos de la muerte.

domingo, 8 de febrero de 2009

Lucas, su patiotismo.

El centro de la imagen serán los malvones, pero hay también glicinas, verano, mate a las cinco y media, la máquina de coser, zapatillas y lentas conversaciones sobre enfermedades y disgustos familiares, de golpe un pollo dejando su firma entre dos sillas o el gato atrás de una paloma que lo sobra canchera.Todo esohuele a ropa tendida, a almidón azulado y a lejía, huele a jubilación, a factura surtida o tortas fritas, casi siempre a radio vecina con tangos y avisos del Geniol, del aceite Cocinero que es de todos el primero, y a chicos pateando la pelota de trapo en el baldío del fondo, el Beto metió el gol de sobrepique.

Tan convencional todo, tan dicho que Lucas de puro pudor busca otras salidas, a la mitad del recuerdo decide acordarse de cómo a esa hora se encerraba a leer a Homero y Dickson Carr en su cuartito atorrante para no escuchar de nuevo la operación del apéndice de la tía Pepa con todos los detalles luctuosos y la representación en vivo de las horribles náuseas de la anestesia, o la historia de la hipoteca de la calleBulnes en la que el tío Alejandro se iba hundiendo de mate en mate hasta la apoteosis de los suspiros colectivos y todo va de mal en peor, Josefina, aquí hace falta un gobierno fuerte,carajo. Por suerte la Flora ahí para mostrar la foto de Clark Gable en el rotograbado de La Prensa y remurmurar los momentos estelares de Lo que el viento se llevó. A veces la abuela se acordaba de Francesca Bertini y el tío Alejandro de Bárbara la Marr que era la mar de bárbara, vos y las vampiresas, ah los hombres, Lucas comprende que no hay nada que hacer, que ya está de nuevo en el patio, que la tarjeta postal sigue clavada para siempre al borde del espejo del tiempo, pintada a mano con su franja de palomitas, con su leve borde negro.

jueves, 5 de febrero de 2009

Me gustas cuando callas.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente,
y me oyes desde lejos, y mi voz no te toca.
Parece que los ojos se te hubieran volado
y parece que un beso te cerrara la boca.

Como todas las cosas están llenas de mi alma
emerges de las cosas, llena del alma mía.
Mariposa de sueño, te pareces a mi alma,
y te pareces a la palabra melancolía.

Me gustas cuando callas y estás como distante.
Y estás como quejándote, mariposa en arrullo.
Y me oyes desde lejos, y mi voz no te alcanza:
Déjame que me calle con el silencio tuyo.

Déjame que te hable también con tu silencio
claro como una lámpara, simple como un anillo.
Eres como la noche, callada y constelada.
Tu silencio es de estrella, tan lejano y sencillo.

Me gustas cuando callas porque estás como ausente.
Distante y dolorosa como si hubieras muerto.
Una palabra entonces, una sonrisa bastan.
Y estoy alegre, alegre de que no sea cierto.

Rayuela, cap 4

Así habían empezado a andar por un París fabuloso, dejándose llevar por los signos de la noche, acatando itinerarios nacidos de una frase de clochard, de una bohardilla iluminada en el fondo de una calle negra, deteniéndose en las placitas confidenciales para besarse en los bancos o mirar las rayuelas, los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el Cielo. La Maga hablaba de sus amigas de Montevideo, de años de infancia, de un tal Ledesma, de su padre. Oliveira escuchaba sin ganas, lamentando un poco no poder interesarse; Montevideo era lo mismo que Buenos Aires y él necesitaba consolidar una ruptura precaria (¿qué estaría haciendo Traveler, ese gran vago, en qué líos majestuosos se habría metido desde su partida? Y la pobre boba de Gekrepten, y los cafés del centro), por eso escuchaba displicente y hacía dibujos en el pedregullo con una ramita mientras la Maga explicaba por qué Chempe y Graciela eran buenas chicas, y cuánto le había dolido que Luciana no fuera a despedirla al barco, Luciana era una snob, eso no lo podía aguantar en nadie.
-¿Qué entendés por snob? -preguntó Oliveira, más interesado.
-Bueno -dijo la Maga, agachando la cabeza con el aire de quien presiente que va a decir una burrada- yo me vine en tercera clase, pero creo que si hubiera venido en segunda Luciana hubiera ido a despedirme.
-La mejor definición que he oído nunca -dijo Oliveira.
-Y además estaba Rocamadour -dijo la Maga.
Así fue como Oliveira se enteró de la existencia de Rocamadour, que en Montevideo se llamaba modestamente Carlos Francisco. La Maga no parecía dispuesta a proporcionar demasiados detalles sobre la génesis de Rocamadour, aparte de que se había negado a un aborto y ahora empezaba a lamentarlo.
-Pero en el fondo no lo lamento, el problema es cómo voy a vivir. Madame Iréne me cobra mucho, tengo que tomar lecciones de canto, todo eso cuesta.
La Maga no sabía demasiado bien por qué había venido a París, y Oliveira se fue dando cuenta de que con una ligera confusión en materia de pasajes, agencias de turismo y visados, lo mismo hubiera podido recalar en Singapur que en Ciudad del Cabo; lo único importante era haber salido de Montevideo, ponerse frente a frente con eso que ella llamaba modestamente «la vida». La gran ventaja de París era que sabía bastante francés (more Pitman) y que se podían ver los mejores cuadros, las mejores películas, la Kultur en sus formas más preclaras. A Oliveira lo enternecía este panorama (aunque Rocamadour había sido un sosegate bastante desagradable, no sabía por qué), y pensaba en algunas de sus brillantes amigas de Buenos Aires, incapaces de ir más allá de Mar del Plata a pesar de tantas metafísicas ansiedades de experiencia planetaria. Esta mocosa, con un hijo en los brazos para colmo, se metía en una tercera de barco y se largaba a estudiar canto a París sin un vintén en el bolsillo. Por si fuera poco ya le daba lecciones sobre la manera de mirar y de ver; lecciones que ella no sospechaba, solamente su manera de pararse de golpe en la calle para espiar un zaguán donde no había nada, pero más allá un vislumbre verde, un resplandor, y entonces colarse furtivamente para que la portera no se enojara, asomarse al gran patio con a veces una vieja estatua o un brocal con hiedra, o nada, solamente el gastado pavimento de redondos adoquines, verdín en las paredes, una muestra de relojero, un viejito tomando sombra en un rincón, y los gatos, siempre inevitablemente los minouche morrongos miaumiau kitten kat chat cat gatto grises y blancos y negros y de albañal, dueños del tiempo y de las baldosas tibias, invariables amigos de la Maga que sabía hacerles cosquillas en la barriga y les hablaba un lenguaje entre tonto y misterioso, con citas a plazo fijo, consejos y advertencias. De golpe Oliveira se extrañaba andando con la Maga, de nada le servía irritarse porque a la Maga se le volcaban casi siempre los vasos de cerveza o sacaba el pie de debajo de una mesa justo para que el mozo tropezara y se pusiera a maldecir; era feliz a pesar de estar todo el tiempo exasperado por esa manera de no hacer las cosas como hay que hacerlas, de ignorar resueltamente las grandes cifras de la cuenta y quedarse en cambio arrobada delante de la cola de un modesto 3, o parada en medio de la calle (el Renault negro frenaba a dos metros y el conductor sacaba la cabeza y puteaba con el acento de Picardía), parada como si tal cosa para mirar desde el medio de la calle una vista del Panteón a lo lejos, siempre mucho mejor que la vista que se tenía desde la vereda. Y cosas por el estilo.
Oliveira ya conocía a Perico y a Ronald. La Maga le presentó a Etienne y Etienne les hizo conocer a Gregorovius; el club de la Serpiente se fue formando en las noches de Saint-Germain-des-Prés. Todo el mundo aceptaba en seguida a la Maga como una presencia inevitable y natural, aunque se irritaran por tener que explicarle casi todo lo que se estaba hablando, o porque ella hacía volar un cuarto kilo de papas fritas por el aire simplemente porque era incapaz de manejar decentemente un tenedor y las papas fritas acababan casi siempre en el pelo de los tipos de la otra mesa, y había que disculparse o decirle a la Maga que era una inconsciente. Dentro del grupo la Maga funcionaba muy mal, Oliveira se daba cuenta de que prefería ver por separado a todos los del Club, irse por la calle con Etienne o con Babs, meterlos en su mundo sin pretender nunca meterlos en su mundo pero metiéndolos porque era gente que no estaba esperando otra cosa que salirse del recorrido ordinario de los autobuses y de la historia, y así de una manera o de otra todos los del club le estaban agradecidos a la Maga aunque la cubrieran de insultos a la menor ocasión. Etienne, seguro de sí mismo como un perro o un buzón, se quedaba lívido cuando la Maga le soltaba una de las suyas delante de su último cuadro, y hasta Perico Romero condescendía a admitir que-para-ser-hembra-la-Maga-se-las-traía. Durante semanas o meses (la cuenta de los días le resultaba difícil a Oliveira, feliz, ergo sin futuro) anduvieron y anduvieron por París mirando cosas, dejando que ocurriera lo que tenía que ocurrir, queriéndose y peleándose y todo esto al margen de las noticias de los diarios, de las obligaciones de familia y de cualquier forma de gravamen fiscal o moral.
Toc, toc.
-Despertémonos -decía Oliveira alguna que otra vez.
-Para qué -contestaba la Maga, mirando correr las péniches desde el Pont Neuf-. Toc, toc, tenés un pajarito en la cabeza. Toc, toc, te picotea todo el tiempo, quiere que le des de comer comida argentina. Toc, toc.
-Está bien -rezongaba Oliveira-. No me confundás con Rocamadour. Vamos a acabar hablándole en glíglico al almacenero o a la portera, se va a armar un lío espantoso. Mirá ese tipo que anda siguiendo a la negrita.
-A ella la conozco, trabaja en un café de la rue de Provence. Le gustan las mujeres, el pobre tipo está sonado.
-¿Se tiró un lance con vos, la negrita?
-Por supuesto. Pero lo mismo nos hicimos amigas, le regalé mi rouge y ella me dio un librito de un tal Retef, no... esperá, Retif...
-Ya entiendo, ya. ¿De verdad no te acostaste con ella? Debe ser curioso para una mujer como vos.
-¿Vos te acostaste con un hombre, Horacio?
-Claro. La experiencia, entendés.
La Maga lo miraba de reojo, sospechando que le tomaba el pelo, que todo venía porque estaba rabioso a causa del pajarito en la cabeza toc, toc, del pajarito que le pedía comida argentina. Entonces se tiraba contra él con gran sorpresa de un matrimonio que paseaba por la rue Saint-Sulpice, lo despeinaba riendo, Oliveira tenía que sujetarle los brazos, empezaban a reírse, el matrimonio los miraba y el hombre se animaba apenas a sonreír, su mujer estaba demasiado escandalizada por esa conducta.
-Tenés razón -acababa confesando Oliveira-. Soy un incurable, che. Hablar de despertarse cuando por fin se está tan bien así dormido.
Se paraban delante de una vidriera para leer los títulos de los libros. La Maga se ponía a preguntar, guiándose por los colores y las formas. Había que situarle a Flaubert, decirle que Montesquieu, explicarle cómo Raymond Radiguet, informarla sobre cuándo Théophile Gautier. La Maga escuchaba, dibujando con el dedo en la vidriera. «Un pajarito en la cabeza, quiere que le des de comer comida argentina», pensaba Oliveira, oyéndose hablar. «Pobre de mí, madre mía.»
-¿Pero no te das cuenta que así no se aprende nada? -acababa por decirle-. Vos pretendés cultivarte en la calle, querida, no puede ser. Para eso abónate al Reader's Digest.
-Oh, no, esa porquería.
Un pajarito en la cabeza, se decía Oliveira. No ella, sino él. ¿Pero qué tenía ella en la cabeza? Aire o gofio, algo poco receptivo. No era en la cabeza donde tenía el centro.
«Cierra los ojos y da en el blanco», pensaba Oliveira. «Exactamente el sistema Zen de tirar al arco. Pero da en el blanco simplemente porque no sabe que ése es el sistema. Yo en cambio... Toc toc. Y así vamos.»
Cuandola Maga preguntaba por cuestiones como la filosofía Zen (eran cosas que podían ocurrir en el club, donde se hablaba siempre de nostalgias, de sapiencias tan lejanas como para que se las creyera fundamentales, de anversos de medallas, del otro lado de la luna siempre), Gregorovius se esforzaba por explicarle los rudimentos de la metafísica mientras Oliveira sorbía su pernod y los miraba gozándolos. Era insensato querer explicarle algo a la Maga. Fauconnier tenia razón, para gentes como ella el misterio empezaba precisamente con la explicación. La Maga oía hablar de inmanencia y trascendencia y abría unos ojos preciosos que le cortaban la metafísica a Gregorovius. Al final llegaba a convencerse de que había comprendido el Zen, y suspiraba fatigada. Solamente Oliveira se daba cuenta de que la Maga se asomaba a cada rato a esas grandes terrazas sin tiempo que todos ellos buscaban dialécticamente.
-No aprendas datos idiotas -le aconsejaba-. Por qué te vas a poner anteojos si no los necesitás.
La Maga desconfiaba un poco. Admiraba terriblemente a Oliveira y a Etienne, capaces de discutir tres horas sin parar. En torno a Etienne y Oliveira había como un círculo de tiza, ella quería entrar en el círculo, comprender por qué el principio de indeterminación era tan importante en la literatura, por qué Morelli, del que tanto hablaban, al que tanto admiraban, pretendía hacer de su libro una bola de cristal donde el micro y el macrocosmos se unieran en una visión aniquilante.
-Imposible explicarte -decía Etienne-. Esto es el Meccano número siete y vos apenas estás en el dos.
La Maga se quedaba triste, juntaba una hojita al borde de la vereda y hablaba con ella un rato, se la paseaba por la palma de la mano, la acostaba de espaldas o boca abajo, la peinaba, terminaba por quitarle la pulpa y dejar al descubierto las nervaduras, un delicado fantasma verde se iba dibujando contra su piel. Etienne se la arrebataba con un movimiento brusco y la ponía contra la luz. Por cosas así la admiraban, un poco avergonzados de haber sido tan brutos con ella, y la Maga aprovechaba para pedir otro medio litro y si era posible algunas papas fritas.

martes, 3 de febrero de 2009

Plantita de Alelí, ¿de qué nos vale la hermosura?

La música sigue pero a mí me parece igual. La maldad eterna no se puede sostener con dioses ni generales. Sobran políticos. Amor se llama el juego en el que un par de ciegos juegan a hacerse daño. Mis besos eran como ojos que empezaban a abrirse más allá de él. No se necesita tener las manos blandas para ser mujer. Inmundo mundo mudo. Llegará el día, el sol de los pobres desde las sombras asomará. Palabras frágiles. Olvidadas latitudes. Olviden todo lo que aprendieron, aprendan a soñar. Yo no te pido que me bajes una estrella azul. Un canto libre para la luna y para vos. Sólo te pido que mi espacio llenes con tu luz. Buscando un símbolo de paz. Prohibido prohibir. Todas las hojas son del viento, menos la luz del sol. Póngase firme, está usted a punto de matar a un hombre. Seamos realistas, exigamos lo imposible. Bajen las armas. Gente que avanza se puede matar, pero los pensamientos quedarán. Nena, nadie te va a hacer mal, excepto amarte. Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía... . Tenés que pensar y pensar, con hambre no se puede pensar. Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca. Voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca saliera de mi mano. Te siento temblar contra mí, como la luna en el agua. Hay tantas cosas, yo sólo preciso dos. Quiero verte bailar. Flores silbando. Pero si resvalas y te dejas caer, pero si tus alas no te cortan los pies, todo el mundo sabe que no puedo vivir sin vos. Somos como peces que están fuera del mar, fuimos tantas veces hacia el mismo lugar, todo el mundo quiere olvidar. Miles de hombres que traten de usar, a cambio de las armas su cabeza. La realidad baila sola en la mentira, y en un bolsillo tiene amor y alegría, un dios de fantasía. La guerra y la poesía. Que la música alimente el alma. Sopla el viento desnudo en la noche serena despertando a este mundo de ajedrez. Pero libre y hermosa. En el mundo pues no hay mayor pecado, que el de no seguir al abanderado. El sol no brilla pero hay que florecer. Quiero decirte mi amor, en estas torpes palabras, que cada vez que llores lo sabrá mi corazón, y no nos encontraremos, pues siempre estuve a tu lado, hacia dónde y hasta cuándo esas son cosas de dios. Se quedó el hombre de este siglo allí, su nombre y su apellido son, fusil contra fusil. Defender la alegría como un derecho. El placer inconcebible de aquel dolor insoportable. Es tu locura mi firme razón. Grita. Son feos tus ojos, prefiero tu alma, tu lengua seca, seca, seca. Bla bla bla, bla bla bla bla, y no decís nada. Nuestra vida debe florecer, para llegar a lo más puro de nuestro ser. La locura es poder ver más allá. Tu revolución llenará sonrisas. Paradoja de saber que no es quien es. Cuando todo esté ardiendo. Voy a gritar tan fuerte que vas a entender, voy a saltar tan alto que voy a volar, voy a a girar tan rápido hasta desaparecer, voy a decir que sos el único al que quiero aquí. Quiero estar entre tus cosas. Leer un libro. Sabés que no aprendí a vivir. Todo lo que hacés lo reconocés en un plano animal. Por favor, dibújame un cordero. Extraño en el aire. Plantita de Alelí, de qué nos vave la hermosura, si se han de marchitar mañana tus flores en mi sepultura. No habrá distancias que no cubra cualquier hombre que te busque. No habrá rincón en que tu nombre no se pronuncie. No estarás sola, siempre habrá quien se parta en dos en cada despedida, quien te de aliento cuando te des por vencida. Tu revolución llenará sonrisas. Y allí estaré para amarte, y aunque no esté, allí estaré para amarte. Iguales, pero distintos. Que tu empresa se vaya de mí país. Tus piernas cada vez más largas. La tierra sin mal. Son sólo suspiros de una realidad difusa. Barriletes. Con fuego en los pies, quemando olvido, silencio y perdón. Al sur. Raros peinados nuevos. Y paf se acabó.

Rayuela, cap. 73

Sí, pero quién nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de Huchette, saliendo de los portales carcomidos, de los parvos zaguanes, del fuego sin imagen que lame las piedras y acecha en los vanos de las puertas, cómo haremos para lavarnos de su quemadura dulce, que se aposenta para durar aliada al tiempo y al recuerdo, a las sustancias pegajosas que nos retienen de este lado, y que nos arderá dulcemente hasta calcinarnos. Entonces es mejor pactar como los gatos y los musgos, trabar amistad inmediata con las porteras de roncas voces, con las criaturas pálidas y sufrientes que acechan en las ventanas jugando con una rama seca. Ardiendo así sin tregua, soportando la quemadura central que avanza como la madurez paulatina en el fruto, ser el pulso de una hoguera en esta maraña de piedra interminable, caminar por las noches de nuestra vida con la obediencia de la sangre en su circuito ciego.
Cuántas veces me pregunto si esto no es más que escritura, en un tiempo en que corremos al engaño entre ecuaciones infalibles y máquinas de conformismos. Pero preguntarse si sabremos encontrar el otro lado de la costumbre o si más vale dejarse llevar por su alegre cibernética, ¿no será otra vez literatura? Rebelión, conformismo, angustia, alimentos terrestres, todas las dicotomías: el Yin y el Yang, la contemplación o la Tatigkeit, avena arrollada o perdices faisandées, Lascaux o Mathieu, qué hamaca de palabras, qué dialéctica de bolsillo con tormentas en piyama y cataclismos de living room. El solo hecho de interrogarse sobre la posible elección vacía y enturbia lo elegible. Que sí, que no, que en ésta está... Parecería que una elección no puede ser dialéctica, que su planteo la empobrece, es decir la falsea, es decir la transforma en otra cosa. Entre el Yin y el Yang, ¿cuántos eones? Del sí al no, ¿cuántos quizá? Todo es escritura, es decir fábula. ¿Pero de qué nos sirve la verdad qye tranquiliza al propietario honesto? Nuestra verdad posible tiene que ser invención, es decir escritura, literatura, pintura, escultura, agricultura, piscicultura, todas las turas de este mundo. Los valores, turas, la santidad, una tura, la sociedad, una tura, el amor, pura tura, la belleza, tura de turas. En uno de sus libros Morelli habla del napolitano que se pasó años sentado a la puerta de su casa mirando un tornillo en el suelo. Por la noche lo juntaba y lo ponía debajo del colchón. El tornillo fue primero risa, tomada de pelo, irritación comunal, junta de vecinos, signo de violación de los deberes cívicos, finalmente encogimiento de hombros, la paz, el tornillo fue la paz, nadie podía pasar por la calle sin mirar de reojo el tornillo y sentir que era la paz. El tipo murió de un síncope, y el tornillo desapareció apenas acudieron los vecinos. Uno de ellos lo guarda, quizá lo saca en secreto y lo mira, vuelve a guardarlo y se va a la fábrica sintiendo algo que no comprende, una oscura reprobación. Sólo se calma cuando saca el tornillo y lo mira, se queda mirándolo hasta que oye pasos y tiene que guardarlo presuroso. Morelli pensaba que el tornillo debía ser otra cosa, un dios o algo así. Solución demasiado fácil. Quizá el error estuviera en aceptar que ese objeto era un tornillo por el hecho de que tenía la forma de un tornillo. Picasso toma un auto de juguete y lo convierte en el mentón de un cinocéfalo. A lo mejor el napolitano era un idiota pero también pudo ser el inventor de un mundo. Del tornillo a un ojo, de un ojo a una estrella... ¿Por qué entregarse a la Gran Costumbre? Se puede elegir la tura, la invención, es decir, el tornillo o el auto de juguete. Así es como Paris nos destruye despacio, deliciosamente, triturándonos entre flores viejas y manteles de papel con manchas de vino, con su fuego sin color que corre al anochecer saliendo de los portales carcomidos. Nos arde un fuego inventado, una incandescente tura, un artilugio de raza, una ciudad que es el Gran Tornillo, la horrible aguja con su ojo nocturno por donde corre el hilo del Sena, máquina de torturas como puntillas, agonía en una jaula atestada de golondrinas enfurecidas. Ardemos en nuestra obra, fabuloso honor mortal , alto desafío del fénix. Nadie nos curará del fuego sordo, del fuego sin color que corre al anochecer por la rue de Huchette. Incurables, perfectamente incurables, elegimos por tura el Gran Tornillo , nos inclinamos sobre él, entramos en él, volvemos a inventarlo cada día, a cada mancha de vino en el mantel, a cada beso del moho en las madrugadas de la Cour de Rohan, inventamos nuestro incendio, ardemos de dentro afuera, quizá eso sea la elección, quizá las palabras envuelvan esto como la servilleta el pan y dentro esté la fragancia, la harina esponjándose, el sí sin el no; o el no sin el sí, el día sin Manes, sin Ormuz o Arimán, de una vez por todas y en paz y basta.