jueves, 12 de febrero de 2009

Cien años de Soledad, el coronel Aureliano Buendía según Úrsula Iguarán.

Había cambiado por completo la visión que siempre tuvo de sus descendientes. Se dio cuenta de que el coronel Aureliano Buendía no le había perdido el cariño a la familia a causa del endurecimiento de la guerra, como ella creía antes, sino que nunca había querido a nadie, ni siquiera a su esposa Remedios o a las incontables mujeres de una noche que pasaron por su vida y mucho menos a sus hijos. Vislumbró que no había hecho tantas guerras por idealismo, como todo el mundo creía, ni había renunciado por cansancio a la victoria inminente, como todo el mundo creía, sino que había ganado y perdido por el mismo motivo, por pura y pecaminosa soberbia. Llegó a la conclusión de que aquel hijo por quien ella habría dado la vida era simplemente un hombre incapacitado para el amor. Una noche, cuando lo tenía en el vientre, lo oyó llorar. Fue un lamento tan definido, que José Arcadio Buendía despertó a su lado y se alegró con la idea de que el niño iba a ser un ventrílocuo. Otras personas pronosticaron que sería un adivino. Ella, en cambio, se estremeció con la certidumbre de que aquel bramido profundo era el primer indicio de la temible cola de cerdo, y rogó a Dios que le dejara morir la criatura en el vientre. Pero la lucidez de la decrepitud le permitió ver, y así lo repitió muchas veces, que el llanto de los niños en el vientre no es un anuncio de ventriloquía ni de facultad adivinatoria, sino una señal inequívoca de incapacidad para el amor. Aquella desvalorización de la imagen de su hijo le suscitó de un golpe toda la compasión que le estaba debiendo.

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