sábado, 2 de mayo de 2009

Entrevista a Eduardo Galeano, HECHO EN BS AS.

La puerta del ascensor se abre en la planta baja de un refinado hotel de pretenciosa arquitectura. De él baja el único pasajero: jeans y camisa turquesa. Por debajo, una camiseta negra. Camina lento y sin apuro. Nos saludamos e intercambiamos las primeras palabras: que el tiempo está loco, que es extraño el frío para la época y otras vaguedades climáticas. Buscamos un lugar para tomar un café, una de las actividades que además de escribir, le apasionan.

¿Qué se aprende en los cafés que no se aprende en otros lugares?

Una lección de la vida es saber valorar el tiempo y la posibilidad de perder el tiempo; tener siempre tiempo para perder el tiempo. Yo no tuve educación formal. Todo lo que sé, se lo debo a los cafés viejos de Montevideo, los que me formaron. Eso de perder el tiempo es otra de las cosas que se perdió…
Sí, se perdió porque ahora el tiempo tiene un valor de rentabilidad, que tiene un precio que es superior al valor y entonces el tiempo se vende, como todo. En mi caso en particular, aprendí el arte de narrar en los cafés, escuchando narradores, gente que no sé quiénes eran pero me colaba en sus mesas. En aquel tiempo se podía andar por Montevideo sin documentos, sin nada. No había violencia, entonces, yo en los cafés me sentaba y escuchaba: así aprendí el arte de narrar.

¿Dónde se aprende hoy el arte de narrar?

Todavía tengo un café, me lo habían cerrado pero ahora lo reabrieron, el Brasilero. Es un café de 1887… Y la verdad que el café, hablando de rentabilidad, no es rentable. Que un tipo esté tres horas en una mesa con un cortado es inimaginable en el mundo de hoy. De todos modos el arte de narrar se aprende escuchando, siempre: eso no ha cambiado. Para no ser mudo hay que empezar por no ser sordo. Si vos no sabés escuchar no vas a saber hablar o en todo caso lo que digas no va a tener interés para los demás porque los laberintos de tu propio ombligo pueden ser apasionantes para vos pero para el resto de la humanidad no tienen por qué ser interesantes. Para poder hablar hay que saber escuchar, y hay que recibir esas voces y aprender que las voces que valen la pena escuchar suenan, a veces, en los lugares menos presentables. No en los foros universitarios, en los centros donde se reúnen expertos para explicar cómo es el mundo sino en lugares sencillos, simples. Por ejemplo las paredes…

¿Qué ves en los graffitis de esas paredes?

Yo soy un gran lector de paredes, que es la imprenta de los pobre, el periódico abierto a todos. Y ahí, en el Río Pinturas, en Argentina, están los primeros graffitis: son esas manos, que es un modo de decir ‘yo estuve ahí, yo soy algo más que una mota de polvo en el universo, yo soy algo más que un instantito de tiempo’. Y un poco lo que mueve a la gente a escribir algo en la pared es eso, aparte de opinar. A veces opinan estúpidamente: “Las vírgenes tienen muchas navidades pero ninguna Nochebuena” o “nos mean y la prensa dice que llueve”.

Ese último es de Buenos Aires…

Y el otro es de Montevideo. Pero hay millares de maravillas que uno va rescatando… y después lo que uno escucha, la maravilla del relato oral. Es verdad que el lenguaje popular se ha degradado mucho por obra de la televisión y de los medios masivos que imponen cierto lenguaje. Tengo una amiga de las Islas Canarias que se interesa mucho por temas de lenguaje rural en las aldeas perdidas de las islas. Entonces andaba recorriendo por ahí con un aparatito de estos (señala al grabador) para recoger las voces de los viejos y muchos le decían, ‘no, mejor hable con él que habla mucho más bonito’. Y él era el nieto, el bisnieto. Y ellos hablaban como la tele, por eso hablaban más bonito…

¿En qué cosas América Latina sigue teniendo las venas abiertas?

¿Qué te voy a contestar… lo mismo que siempre contesto? Que me encontré con el Conde Drácula en una calle de Buenos Aires, que andaba buscando psicoanalista por el complejo de inferioridad que le producían las grandes corporaciones internacionales. Eso contesto siempre para evadirme. Lo cierto que sí es una región del mundo que trabaja al servicio de otra. Sí es cierto, eso sigue siendo verdad, y que no hay ninguna riqueza inocente: toda la riqueza se nutre de alguna pobreza. Con esta crisis mundial el mundo entero está aceptando con bastante pasividad, y hasta con aplausos, estos regalitos que van recibiendo los banqueros, los pobres banqueros que son los culpables de esta catástrofe financiera. Los banqueros son los que reciben la recompensa y los premian con 3 millones de millones. A la larga eso lo paga el llamado “Tercer Mundo”, las naciones sometidas, que venden lo que venden cada vez más barato, pagan deudas externas que son como sogas en el pescuezo con una vuelta de rosca y otra y otra. Por fin se le ocurrió a alguien –Correa, en Ecuador- ver si era legítima o no. Le vamos a pagar la deuda legítima, pero primero vamos a ver qué es esa deuda. Argentina no sabe la deuda que paga; Uruguay tampoco. Se supone que son deudas que vienen de alguna parte pero nunca a nadie se le ocurrió escarbar una por una para decir ‘esta deuda no la vamos a pagar’.
Chile no tendría que pagar los préstamos que le dieron a Pinochet para que asesinara gente, al igual que otros asesinos de países que contaron con auxilio. La mayor deuda se incrementa en la época de las dictaduras. Cómo ves el papel de los medios, por ejemplo, con un tema como el de la inseguridad.
Yo a veces escucho TN y me da la impresión de que Buenos Aires debe ser como Irán o Bagdad. Y llego a Buenos Aires y no tiene nada que ver con lo que cuentan. Además se ha dado un fenómeno, este también internacional: es impresionante cómo en la época de la globalización se repite todo. Qué poca originalidad. Los países tienen menos capacidad de decir lo suyo, de caminar su camino. Entonces se dan esas copias universales: los informativos de la televisión. Empiezan, en casi todos los países, con temas de seguridad pública, crímenes, violaciones, asesinatos. Eso es la mitad o más del informativo, con lo cual la población queda temblando y diciendo ‘estamos en manos de los delincuentes’.

Tocan las fibras del miedo…

Un miedo que es el peor de los consejeros, porque el miedo aconseja mano dura. ‘Acá lo que se necesita es mano dura’ y la democracia tiene mano blanda, entonces de ahí a la nostalgia de la dictadura militar hay un camino muy cortito. Es un tema bárbaro porque hasta ahora la izquierda no ha podido resolver el tema de la inseguridad. Quizá porque la inseguridad no existe, la inseguridad es el resultado de otras cosas, de la injusticia social, de la cultura del consumo.
Antonio Machado, el gran poeta español, decía una frase liadísima: ‘ahora cualquier necio confunde valor y precio’. Y ese es un retrato del mundo de nuestro tiempo. La cultura del consumo, que es lo que se le inyecta a la gente todos los días, sobre todo, por los medios, pero también por el sistema educativo que sostiene la idea de que el que no consume, no existe. Y esa cultura se funda en esa confusión del valor y el precio. Entonces vos valés si tenés ropa más cara. Y eso es una incitación al delito porque si vos le metés eso en la cabeza a los chicos de la villa o la gente más desamparada –la idea de que ser es tener y que si no tenés no sos- es una invitación al delito.

Y también lleva a que veamos al otro, como vos mismo decís “como una amenaza y no como una promesa…”

Exactamente. Y hay una dictadura del miedo a escala universal. Ahí también todo se copia. Hay una vieja leyenda china de un leñador que pierde el hacha. Entonces el leñador lo mira al vecino, y ve que tiene cara de ladrón: ‘¿usted no vio un hacha?’, pregunta. ‘No, no’, contesta el vecino. ‘Me contestó como un ladrón’, piensa el leñador. Le coincidía todo. A las dos o tres horas encuentra el hacha que se le había caído en unos árboles, vuelve a mirar al vecino y piensa: ‘La verdad que no tiene para nada cara de ladrón’. Pero mientras el hacha estaba desaparecida el vecino era culpable. El tema de la justicia por mano propia proviene de ese equívoco.

¿Qué te impulsa a expresar injusticias?

Yo nunca sentí que fuera el denunciador de nada. Yo simplemente soy un enamorado de la realidad y trato de contarla, en lo que tiene de horrendo y en lo que tiene de maravilloso. Porque si contara sólo lo horrendo, la gente se moriría de aburrimiento, que es lo que pasa con la mayor parte de la literatura bienintencionada, que en lugar de generar indignación genera sueño. No sueños, sino sueño, o sea una irresistible necesidad de dormir y en efecto estas letanías de dolor incesante no conducen a ninguna parte porque aburren a todos y, además, justamente, los dolientes lo que menos quieren es volver a escuchar el dolor que padecen. Hay que saber cómo acercarse a estos temas –a veces muy espinosos- logrando que sean atractivos y que estén siempre acompañados por una contraparte: una pequeña frase, una pequeña cosita que indique que en medio de ese desierto hay un trébol de cuatro hojas, o de cinco, o de seis hojas.

Afuera a parado de llover pero dentro nuestro hay un diluvio. Nos despedimos. Él va en busca del mismo ascensor que lo trajo a la planta baja. Antes de perderse en él, nos dice algo sonriendo que no entendemos. Ya no hay tiempo de preguntarle qué dijo, la próxima vez será.