martes, 24 de marzo de 2009

Cárcel común, perpetua y efectiva.


Por estos hijos nuestros, nuestros hijos
pido castigo.
Para los que de sangre salpicaron la patria
pido castigo.
Para el verdugo que mando esta muerte
pido castigo.
Para el traidor que ascendió con el crimen
pido castigo.
Para el que dio la orden de la agonía
pido castigo.
Para los que defendieron el crimen
pido castigo.
No quiero que me den la mano empapada en sangre
pido castigo.
No los quiero de embajadores, tampoco en sus casas tranquilos
los quiero ver aquí, juzgados, en este lugar.
¡Quiero castigo!
¡Quiero castigo!

lunes, 16 de marzo de 2009

El oficial.

Mirando sin querer,
sin más culpa que estar
ellos cruzando la orilla,
no llegaban los tres a 26
y en el bar viendo a su país morir.

Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?
dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?

Basta, gritó el chacal, el oficial
y sin clemencia les disparó
uno por uno
y los arrastró a la calle de los pies.

Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?
Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?

Abro la mano, el aire está quemando,
la noche muerde el cielo casi sin querer,
las nubes apretadas empujan la ventana,
yo miro los incendios que muestra la tv.

Son evidentes
las marcas en mi frente,
el techo se desploma
y ya no queda nada más.

Una puteada, un facho, un demente,
el ritmo de las balas
sigue marcando el compás.

Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?
Dónde vamos a parar, no puede ser,
mi hermano está ahí.
¿Cuándo vamos a tener de nuevo una vida?

miércoles, 11 de marzo de 2009

El amor en los tiempos del cólera, Fermina Daza y Juvenal Urbino.

Ni en la primera noche de mala mar, ni en las siguientes de navegación apacible, ni nunca en su muy larga vida matrimonial ocurrieron los actos de barbarie que temía Fermina Daza. La primera, a pesar del tamaño del barco y los lujos del camarote, fue una repetición horrible de la goleta de Riohacha, y su marido fue un médico servicial que no durmió un instante para consolarla, que era lo único que un médico demasiado eminente podía hacer contra el mareo. Pero la borrasca amainó al tercer día, después del puerto de la Guayra, y ya para entonces habían estado juntos tanto tiempo y habían hablado tanto que se sentían amigos antiguos. La cuarta noche, cuando ambos reanudaron sus hábitos ordinarios, el doctor Juvenal Urbino se sorprendió de que su joven esposa no rezara antes de dormir. Ella le fue sincera: la dobles de las monjas le había provocado una resistencia contra los ritos, pero su fe estaba intacta, y había aprendido a mantenerla en silencio. Dijo: "Prefiero entenderme directo con Dios". Él comprendió sus razones, y desde entonces cada cual practicó la misma religión a su manera. Habían tenido un noviazgo breve, pero bastante informal para la época, pues el doctor Urbino la visitaba en su casa, sin vigilancia, todos los días al atardecer. Ella no hubiera permitido que él le tocara ni la yema de los dedos antes de la bendición episcopal, pero tampoco él lo había intentado. Fue en la primera noche de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos, cuando él inició las primeras caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le pareció natural la sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño, pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camison embutió trapos en las rendijas de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad absoluta. Mientras lo hacia, dijo de buen humor:
Qué quieres, doctor. Es la primera vez que duermo con un desconocido.
El doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado, tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un susurro empezó a contarle sus recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra vez, porque al volver a la cama se dio cuenta de él se había desnudado por completo mientras ella estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso siguiente demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio , mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló de París, del amor en París, de los enamorados de París que se besaban en la calle, en el ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al aliento de fuego y los acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin que nadie los molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con la yema de los dedos, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su carácter. Dijo: "Yo lo sé hacer sola". Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su cuerpo en las tinieblas.
Al cabo de un rato volvió a agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y suelta, pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un nervio vivo. Se alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor abrasante que la estremeció hasta las raíces del cráneo. "Calma -le dijo él, muy calmado-. No se te olvide que las conozco." La sintió sonreír, y su voz fue dulce y nueva en las tinieblas.
Lo recuerdo muy bien -dijo-, y todavía no se me pasa la rabia. Entonces él supo que habían doblado el cabo de la buena esperanza, y le volvió a coger la mano grande y mullida, y la cubrió de besitos huérfanos, primero el metacarpo áspero, los largos dedos clarividentes, las uñas diáfanas, y luego el jeroglífico en su destino en la palma sudada. Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el pecho de él, y tropezó con algo que no pudo descifrar. El le dijo: "Es un escapulario". Ella le acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco dedos para arrancarlo de raíz. "Más fuerte", dijo él. Ella lo intentó, hasta donde sabía que no lo lastimaba, y después fue su mano la que buscó la de él perdida en las tinieblas. Pero él no se dejó entrelazar los dedos sino que la agarró por la muñeca y le fue llevando la mano a lo largo de su cuerpo con una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal, pero ansioso y enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que ella misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la puso, sino que se encomendó en cuerpo y alma a la Santísima Virgen, apretó los dientes por miedo a reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la extensión de sus alas, asustada de su determinación pero compadecida de su soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad minuciosa que alguien menos experto que su esposo hubiera confundido con las caricias. Él apeló a sus últimas fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó con una gracia infantil, como si lo hubiera tirado en la basura.
-Nunca he podido entender cómo es ese aparato -dijo.
Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por los sitios que mencionaba, y ella se la dejaba llevar con una obediencia de alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. Iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo: "Yo veo mejor con las manos". En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella y sin que nadie se lo ordenara, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta con la sábana bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con un interés que ya empezaba a parecer más que científico, y dijo en conclusión: "Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres". El estuvo de acuerdo, y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: "Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana". Ella siguió examinándolo, preguntando para qué servía esto, y para qué servía aquello, y cuando se consideró bien informada lo sopesó con las dos manos, para probarse que ni siquiera por el peso valía la pena, y lo dejó caer con un esguince de menosprecio.
-Además, creo que le sobran demasiadas cosas -dijo.
El se quedó perplejo. La propuesta original para su tesis de grado había sido esa: la conveniencia de simplificar el organismo humano. Le parecía anticuado, con muchas funciones inútiles o repetidas que fueron imprescindibles para otras edades del género humano, pero no para la nuestra. Sí: podía ser más simple y por lo mismo menos vulnerable. Concluyó: "Es algo que sólo puede hacer Dios, por supuesto, pero de todos modos sería bueno dejarlo establecido en términos teóricos". Ella se rió divertida, de un modo tan natural, que él aprovechó la ocasión para abrazarla y le dio el primer beso en la boca. Ella le correspondió, y él siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la nariz, en los párpados, mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició el pubis redondo y lacio: un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero mantuvo la suya en estado de alerta, por si él avanzaba un paso más
-No vamos a seguir con la clase de medicina -dijo.
-No -dijo él-. Esta va a ser de amor.
Entonces le quitó la sábana de encima, y ella no sólo no se opuso, sino que la mandó lejos de la litera con un golpe rápido de los pies, porque ya no soportaba el calor. Su cuerpo era ondulante y elástico, mucho más serio de lo que parecía vestida, y con un olor propio de animal de monte que permitía distinguirla entre todas las mujeres del mundo. Indefensa a plena luz, un golpe de sangre hirviendo se le subió a la cara, y lo único que se le ocurrió para disimularlo fue colgarse del cuello de su hombre, y besarlo a fondo, muy fuerte, hasta que se gastaron en el beso todo el aire de respirar.
Él era consciente de que no la amaba. Se había casado porque le gustaba su altivez, su seriedad, su fuerza, y también por una pizca de vanidad suya, pero mientras ella lo besaba por primera vez estaba seguro de que no habría ningún obstáculo para inventar un buen amor. No lo hablaron esa primera noche en que hablaron de todo hasta el amanecer, ni habían de hablarlo nunca. Pero a la larga, ninguno de los dos se equivocó.

lunes, 2 de marzo de 2009

Cerca de la locura.


Aguas que van, vientos que no, nadie agarro el timón.
El norte se fue a morir al sur, sin rumbo quedaste aquí… Lejos de estar tranquila, cerca de la locura.

Donde tus barcos hoy duermen solita llegaste hasta acá, un puerto que avisa en silencio la tormenta que nació en tu mar.

Lejos de estar tranquila, lejos de la inocencia, lejos de la paciencia, cerca de la locura

Como llegaste hasta acá, solita puedes regresar.
No quiero verte en el fondo del mar hoy sólo yo te quiero volver a ver por tu camino, el que vas tu camino es el que vas.

Lejos de estar tranquila, lejos de la inocencia lejos de la paciencia, cerca de la locura...